Por Gabriel Muro y Leonardo Sai / Foto: Juan Manuel Ortner

Ante cierta solemnidad metalera que nos invade en un concierto de Slayer, con el pobre de Cristo ensangrentado hecho bandera, sentimos la tentación de profanarlo, desde la interpretación, y ridiculizar un poco a esta “banda de asesinos”. Resistiremos este acicate siguiendo un pensamiento de una gran escritora de nuestro país, Mariana Enríquez: nada más serio y real que el horror. Slayer es la música de un pensamiento extremo. 70 minutos sin descanso. Es lo macabro-serio. Acá no hay joda, lo que propone la banda no causa gracia.

“Repentless” (2015) es el tema que da título al último trabajo de la banda, exhibe en su video promocional un sangriento motín carcelario, donde ruedan cabezas, recuerda a aquél que Los Doce Apóstoles hicieron en Sierra Chica el 30 de marzo de 1996. “Disciple”, “Postmortem”, “Hate Worldwide”, “War Ensemble”, “When The Stillness Comes”, “Mandatory Suicide”, “Dead Skin Mask”, “Fight Till Death”, “Seasons In The Abyss”, “Hell Awaits”, “South Of Heaven”, “Black Magic”, “Raining Blood”, cierre con “Angel Of Death”. Cada una de esos pentagramas al borde de la crucifixión es un pensamiento extremo, una experiencia con la velocidad de las notas, una patada en los huevos. ¿Cuánta violencia musical sos capaz de soportar? No se trata de contemplarla exteriormente, desde afuera, como quien mira un cuadro sino de conectarse con ella, con un fin purgatorio: lo que somos capaces de hacer, lo que somos, cuando hemos perdido todo equilibrio, toda cordura, cuando la propia música, desde lo sublime, nos indica cuan insoportable puede ser un destino, el infierno auto-producido por nuestros deseos. Pesadillas. Casi un argumento para afianzar garantías constitucionales en el derecho penal. Slayer es una experiencia psicológica de rechazo a la autoridad. Es una experiencia física purgante, al mismo tiempo, un manifiesto anti-social. Asco, desprecio, vómito visceral frente a la religiosidad institucional de la sociedad. Dios nos odia a todos. El narcisismo nuestro herido de cada día encuentra en el pogo un sustituto energético complementario: la purga de las emociones negativas produce un efecto potente superador. Un plus. Entre todos los choques y fricciones y golpes voluntarios, se restituye el amor propio de la bestia bajo la forma de una catarsis masculina: el macho podrá mantener a raya su homosexualidad jugando a lo bruto. Esta música también seduce a la voluntad de sentirse singular, únicos, en el mercado de todo amor. La intensidad del heavy, su complejidad, su variedad, su baja circulación mercantil, el límite al cual Slayer lleva el género, son todos rasgos de una personalidad abierta que, con el paso del tiempo, tiende a cerrarse a la música convencional. La religiosidad negada en el culto oficial se urbaniza, se desplaza al artista, desmiente los estereotipos: el público metalero no es “suicida”, “depresivo”, “violento”, “desviado” sino un público anhelante de experiencias románticas, políticamente pasivas, en la cual el ser introvertido contemplará, por algunos minutos, su grandiosa interioridad, por fin liberada, en el teatro del oído. Es el ímpetu de Wagner en la canosa barba de Araya.