Por Gabriel Muro y Leonardo Sai / Foto: Juan Manuel Ortner
Aún no ha comenzado, ni siquiera, la hora del crepúsculo, pero Rob Zombie canta y baila a plena luz del día. El cantante y cineasta encarna el personaje de un monstruo que no aterra, sino que da risa y entretiene. Tanto sus viejos hits con la banda White Zombie como sus canciones solistas están pobladas de espectros, salidos de un imaginario de cine clase B. “Living dead girl”, “Dragula”, “Superbeast”, desfilan, como en procesión, por el escenario izquierdo del Maximus. Rob Zombie es, a todas luces, un fanático que provoca fanatismo en los demás, en los que saltan al ritmo de su groove fantasmal. Es, ante todo, un coleccionista de lo bizarro. Con ese material, proveniente de lo que solían ser los desperdicios de la cultura (cine de bajo presupuesto, porno, comics) Rob Zombie construye su propia obra. Todo en él se encuentra ya mediado, como en una remake recargada, por unos consumos culturales que pueden ser fácilmente identificados con aquello que, especialmente en EEUU, se ha llamado “cine de culto” o “cult movies”. ¿Qué significa, en este sentido, formar parte de un culto?
Las cult movies son lo contrario a una obra culta. No se trata de obras complejas para cuya apreciación haga falta la formación de un gusto sofisticado y selecto. Son en cambio obras que producen fascinación, adherencia, consumo repetitivo, sentido de pertenencia, sensación de compartir un significado secreto. Hacen equilibrio sobre la finísima línea que separa al mal gusto de la subversión contracultural. Su adoración se propagó por EEUU entre la década del sesenta y la década del setenta, con el cine de medianoche. Películas como “La noche de los muertos vivos”, de George Romero, o el musical “Rocky Horror Show”, amenizaban las veladas nocturnas de miles de adolescentes que iban a ver una y otra vez la misma película, muchas veces combinando consumo de drogas con afluencia al cine. En esa misma época también se llamaban cultos a aquéllas sectas lideradas por psicópatas como Charles Manson o el pastor Jim Jones. La mezcla de sexo y violencia está en el centro de estos cultos típicamente estadounidenses. Pero lo que diferencia al culto en torno al psicópata del culto en torno al cine de horror no es otra cosa que la ficción y la risa. El cine de culto es, fundamentalmente, una invitación a lo cómico, al chiste para pocos. En no pocas ocasiones, el cine de culto ríe de los cultos psicopáticos, mostrando el otro lado del sueño americano, es decir, su pesadilla. No puede entenderse este gusto por lo macabro y por el gore artificioso sino como una rebelión estética de los adolescentes estadounidense, especialmente los apartados, los raros, los inadaptados, frente al puritanismo de sus padres y abuelos.
También los zombies, en esta clase de películas, forman un culto, una especie de colectivo idiota y hambriento, más cerca de la manada de animales que de los agrupamientos humanos. Los zombies siempre aparecen en banda, rara vez solos. Pero este colectivo es, por definición, un colectivo descompuesto, una muchedumbre mitad muerta, que canibaliza el cerebro de los vivos. En el cine de culto, el zombie produce tanto horror como risa, por su torpeza y por su falta de autonomía. Mediante su figura, los cultores del cine de medianoche ríen de la sociedad diurna, de los mecanismos por medio de los cuales la sociedad de consumo se vuelve, enteramente, idiotizada sociedad de muertos vivientes.
Rob Zombie siempre ha defendido, tenazmente, la importancia de la imagen en el rock. En una entrevista dice que si Jimi Hendrix hubiese sido un gordo pelado nadie lo hubiese dado importancia. El rocker debe portar máscaras, debe hacer una obra de sí mismo, rechazando toda apariencia ordinaria. Como los monstruos del cine, toda la cuestión radica en el momento del aparecer. Rob Zombie ama los disfraces, lo antinatural del arte, el artificio, y ha construido un singular personaje: mezcla de zombie caníbal, de canas barbas largas y ojos ciegos, con algunos toques de hippie psicodélico. Esto es lo que lo distingue de la uniformada imagen del metalero estándar: su relación psicodélica con la cultura estadounidense. De ahí que, en medio del recital, haya sonado un cover de Los Ramones, Blitzkrieg Bop, como una declaración de principios: nadie como Los Ramones han logrado articular la suavidad del pop con la dureza musical. En contra del culto de la habilidad y de la destreza técnica, también típica del metal, las canciones de Rob Zombie son canciones muy simples, pegadizas, incluso bailables.
Rob Zombie es un monstruo entre los monstruos, un heterodoxo entre los ortodoxos de la penumbra. También el metal (o especialmente el metal, entre todos los géneros derivados del rock) se ha constituido en un culto, de tipo supra-nacional, pero que no deja de suscitar, en cada país donde se asienta, versiones nacionalistas. El metal traza rígidas fronteras entre su adentro y su afuera, cultivando códigos de uso exclusivo. Rob Zombie, sin dejar de pertenecer al culto metalero, lo parodia. Muestra que el metalero también puede ser un zombie, e incluso disfrutar de serlo, disfrazándose como sus personajes favoritos.
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