Las dos mayores obras conceptuales del rock llevadas al cine presentan parecidos y puntos comunes capaces de inquietar a cualquier fanático. ¿Son las coincidencias significativas? ¿Dicen ambas obras más o menos lo mismo y casi de la misma manera? ¿Acaso estas dos visiones monumentales constituyen una especie de mapa de las obsesiones y debilidades del mundo rockero que coinciden arquetípicamente en lo esencial? He aquí una pequeña reflexión sobre un pedazo de la historia grande del género.

Cuando en 1975 “Tommy”, la película de Ken Russell, se estrenó en cines resultó un éxito inesperado de público, aunque los fans de The Who se hallaban un tanto desconcertados. Sin duda que se trataba de una transcripción casi literal del disco conceptual de 1969, pero las versiones habían adquirido la dimensión teatral de los musicales de la obra que se habían ido montando a partir de la salida de la placa, y la estrafalaria imaginería concebida por el director había convertido la trama en una suerte de comic macabro. En ese sentido, “Tommy” (la película) no es tan diferente de otras incursiones de la opera-rock en el cine, como “The Rocky Horror Picture Show” o “Hair”, aunque reemplazaba tanta coreografía rumbosa por un enfoque más directo.

El argumento puede resultar algo descabellado si uno no se atiene a los simbolismos. El pequeño Tommy Walker queda ciego, sordo y mudo luego de presenciar la muerte de su padre (que regresa inesperadamente de la guerra) a manos del amante de su madre. Los juegos sádicos de su tío y su primo sólo empeoran su condición, y las diversas curas a las que es sometido (drogas, médicos, sectas religiosas) resultan inefectivas. En cambio, el chico desarrolla una extraordinaria habilidad para jugar al pinball que, ya crecido, lo eleva a campeón de la disciplina. Finalmente su madre, en un ataque de nervios, lo arroja a través del espejo (símbolo de su regresión) y Tommy recupera sus sentidos al tiempo que se convierte en una especie de profeta del pinball y el rock and roll que vuelve locas a las masas e inicia un verdadero culto administrado sórdidamente por sus parientes. Sin embargo, las masas que al principio lo adoran luego se frustran por no poder alcanzar su mismo estado místico y terminan destruyendo su templo y a sus propios parientes. Tommy alcanza la ansiada liberación al renunciar al mundo y resignarse. Evidentemente, esta historia refleja el momento (negativo, por cierto) que atravesaba el compositor y guitarrista Pete Townsend al tomar contacto con ciertas filosofías orientales muy en boga a fines de los ‘60s, y la presencia en la película de grandes nombres de la escena rockera como Eric Clapton, Tina Turner o Elton John no hizo más que convertir la experiencia en un hito irrepetible.
 

 
Ahora bien, cuando se estrenó “The Wall” en 1982, el mundo del rock había cambiado tanto que en lugar de apenas siete años parecían haber pasado setenta. Una película musical resultaba entonces una idea perfectamente anacrónica y el estreno fue recibido con cierta frialdad más allá del prestigio incontestable de Pink Floyd.

Aquí me veo obligado a introducir una nota puramente personal. Recuerdo aún vivamente el impacto cuando la vi por primera vez en el cine, y no es fácil expresarlo. Sentí que Alan Parker y Roger Waters me habían radiografiado el alma. Quedé largamente postrado en la butaca con la mandíbula desencajada mientras pasaban los últimos títulos sin poder evitar la sensación de desnudez, de catarsis y juego descubierto. No era solamente lo que decían sino la manera en que lo decían. Se trataba de una pesadilla inquietante y sombría que no daba lugar a la indulgencia. Hoy en día habría que concluir que “The Wall” fue una experiencia generacional, y que tal vez no esté al alcance de los más jóvenes salvo por la inmensa catadura artística del proyecto. Imágenes como la de la devastación nuclear, por ejemplo, no tienen hoy el mismo peso que a principios de los ‘80s, cuando se produjo la mayor concentración de armas de destrucción masiva de la historia humana, en cantidad suficiente para aniquilar el planeta veinte veces; el dato representaba una obsesión cotidiana en la conciencia de cualquier chico más o menos enterado.

De hecho, todas las coordenadas de nuestra vida estaban reflejadas en la película. La mediocridad de nuestra sociedad, el tedio de la represión escolar, nuestras frustraciones sexuales, la sobreprotección de nuestros padres, la inútil búsqueda de identidad y aceptación… Todo cabía dentro de la asombrosa metáfora de la pared, construida ladrillo a ladrillo para protegernos del mundo exterior al tiempo que nos privaba de gozar de la plenitud de nuestra adultez. Igual que en “Tommy”, quedamos aislados del otro lado, ciegos, sordos y mudos, pero listos para explotar.

La correspondencia entre ambas películas se percibe tempranamente. Pink también pierde a su padre en la Segunda Guerra, la orfandad y el aislamiento son los cimientos de su pared. Lo mismo que el rock, hijo maltratado de la posguerra, Tommy Walker y Pink resultan bichos raros e inadaptados para una comunidad incapaz de incorporarlos. Si el primero peregrina en busca de cura (o más bien de sucesivos intentos por descifrar su problema), el segundo pasa por los engranajes impersonales de la sociedad, que lo moldean a golpes de martillo para encasillarlo sin intención de cultivar su persona. Así surge esa fabulosa imagen satírica de la escuela: los estudiantes en la banda móvil que van cayendo en la picadora de carne con sus máscaras de ciegos, sordos y mudos (!!!). La madre de Pink vela por su hijito ahogándolo con sus cuidados. Si bien el personaje no se parece a la sensual y adúltera Sra. Walker interpretada por Ann Margret (que estuvo a un tris de llevarse el Oscar por su actuación en “Tommy”) y tampoco tiene tanto desarrollo en la trama, el paralelismo es claro. Y ya que de paralelismos hablamos, resulta forzoso contraponer la constelación de estrellas que participan en la película de Russell con los absolutos desconocidos que actúan en “The Wall”. En efecto, los nombres de Bob Geldof y el por entonces ignoto Bob Hoskins en una aparición ínfima no compiten ni por aproximación con los de Jack Nicholson, Oliver Reed, la ya mencionada Margret, Eric Clapton, Tina Turner, Robert Powell, Elton John y la troupe de los Who en pleno, con el propio cantante Roger Daltrey en el papel de Tommy. La razón puede ser de orden estético. La galería vodevilesca de Russell requería de caracteres pintorescos y reconocibles; en cambio, la pesadilla existencial (y hasta cierto punto narcisista) de Pink se prestaba para dejar en el anonimato a cualquiera que no fuese el propio protagonista y su drama interior.

Por supuesto que, mientras Tommy se convierte en una estrella radiante y liberada, Pink (encarnado por el cantante Bob Geldof, de los Boomtown Rats, cuyo rostro de antemano basta para provocar en el espectador un acceso de depresión) vive el pesimismo de un mal sueño, el rock and roll no tiene ningún efecto liberador para él. El resultado, sin embargo, es el mismo: el poder que Tommy emana desde el escenario organiza en torno suyo una secta consumista y autómata; el de Pink, una revolución neofascista dentro de su cabeza. Acaso dos caras de una moneda idéntica.
 

 
El amor y el sexo adquieren en “The Wall” una dimensión particularmente inquietante. Como en cada instancia decisiva de la película (la madre, la guerra, el juicio, etc.), los escalofriantes dibujos animados de Gerald Scarfe y la angustia trascendental de las letras de Waters se encargan de subrayar el conflicto. En “Tommy” la disfuncionalidad afectiva se ve retratada en la pareja ambigua y homicida que componen los padres del chico, y más tarde en el curioso interludio de Sally Simpson, una niña-fan que no consigue alcanzar a su ídolo y termina contentándose con un frankenstein-punk de su propia edad. El protagonista, por su parte, permanece ajeno detrás de los muros de la fama. Sin embargo en “The Wall” el sexo, en su doble tormento de aguijón y herida que nunca cicatriza, representa un conflicto con todas las letras que articula y detona la escasa trama de la película. Con la estupenda “Young Lust” como fondo (la única canción del álbum firmada por el violero David Gilmour y a la vez parodia de los himnos hedonistas de los setentas), Pink recrea sumariamente la alienación y el exceso de una banda de rock en gira con todos sus clichés y se lleva a una groupie a su habitación; sólo que en lugar de entregarse a la mecánica sórdida de esas relaciones casuales, la situación se convierte en la gota que colma el vaso y el sujeto estalla, hace literalmente añicos el lugar y se pone a sí mismo al borde del suicidio, iniciando así la crisis definitiva en la que se halla al comienzo de la película. En la misma tónica, se nos muestra cómo su esposa lo dejó por otro tipo, harta de no poder atravesar el muro de su depresión y sus adicciones, y de no recibir nada a cambio de sus esfuerzos, por supuesto. La incapacidad de Pink de recibir o demostrar afectos va más allá de un tema de comunicación; constituye un dilema existencial.

Comunicación y alienación son el eje de ambas películas, y lo son en el sentido del peculiar contacto que se establece entre el artista y su público. Cuenta la leyenda que Roger Waters alumbró el concepto de “The Wall” en un recital de la gira del disco “Animals” en Montreal donde, a raíz del comportamiento agresivo de un admirador en la primera fila, el músico terminó escupiéndole en la cara. Abochornado por su conducta y por la naturaleza del incidente, Waters comenzó a fantasear con la idea de construir una pared entre el escenario y la audiencia. Desde luego, el descontento va en ambas direcciones: el artista acaba por detestar el endiosamiento estúpido que le dedica el público, y éste deplora el status inalcanzable del artista cobijado por la parafernalia de los grandes estadios y el tren de vida fastuoso e irreal. Estos no constituyen los únicos detalles autobiográficos de Roger Waters que se filtraron a la historia de “The Wall”. La pérdida de su padre en la Segunda Guerra y la situación de inestabilidad mental del líder original de Pink Floyd, Syd Barrett, que derivó en su retiro de la vida social, no son elementos para tomar a la ligera cuando se analiza el germen del argumento.

Todos los paralelismos entre los dos filmes, sin embargo, se esfuman en la instancia final de “The Wall”. En efecto, la escena del juicio no tiene parangón con ninguna peripecia concreta de la película de Russell. El propio juez es presentado como Su Señoría El Gusano; gusano como símbolo de la corrupción y podredumbre que ha provocado el aislamiento detrás de la pared, el mismo apelativo dado a las bandas neofascistas de sus pesadillas. El proceso, al tiempo que parodia el sistema judicial británico, está montado en función de esta alegoría de los parásitos surgidos en la sombra del inconsciente, y por eso los cargos contra el protagonista consisten en haber “mostrado sentimientos de una naturaleza casi humana”. Así, mientras la voz del fiscal y del juez resuenan en la sala imaginaria y se inicia el desfile de los testigos recapitulando la vida de Pink (el maestro de escuela, la madre, la esposa; tres ladrillos basales y representativos), no parece haber nada semejante a una defensa a la vista y el propio acusado no expresa objeciones más que mentalmente, como si estuviese amordazado, o peor aún, como si no fuese capaz de articular palabra; lo poco que llega a manifestar tiene que ver con sensaciones de nostalgia infantil y la locura de un ser completamente ido. Por algo la apariencia del sujeto se reduce a la de un muñeco de trapo en el dibujo animado. El veredicto del juez interrumpe los alegatos con la declaración lapidaria de que “no es necesario que el jurado se retire” y la insólita sentencia: “ser expuesto ante sus pares”, con la que Pink logra por fin hacer volar la pared en pedazos. Su condena equivale entonces a su liberación, y esta sensación de que todo debe quedar destruido para comenzar de nuevo sí encuentra correspondencia en el final de “Tommy” y su búsqueda individual y abierta de trascendencia espiritual.

No es descabellado preguntarse porqué la era de las óperas-rock acabó y las ideas conceptuales de las bandas sólo se llevaron a la pantalla muy esporádicamente y en versiones disminuidas a la manera de “Operation: Mindcrime” de Queensrÿche. Una respuesta fácil sería que la industria del video musical se comió al cine y cualquier proyecto ambicioso que pasa por el tamiz del presupuesto queda ahí, puesto que no abundan bandas de la envergadura de Pink Floyd o The Who que le aseguren a las productoras cinematográficas que filmar una obra conceptual podría representar una experiencia rentable. No obstante, se percibe también una notoria ausencia de proyectos, lo que sugiere que los artistas no encuentran en esta forma estética el mejor vehículo de expresión. Quién sabe. ¿Constituyen “Tommy” y “The Wall” los mayores testimonios de la ópera rock en cine? Si la respuesta es afirmativa, habrá que concluir que el rock ha contado su mejor fábula el día que se decidió a contar su propia historia.